Fueguinos. Nuestro gentilicio soslaya la tierra y con exceso en el defecto nos hace justa y simplemente originarios del fuego, o quizá su extraña pertenencia y derivación. Es, y siempre ha sido, el fuego epónimo el elemento indispensable para habitar nuestra isla.
Por Fabio Seleme (*)
Fueguinos. Nuestro gentilicio soslaya la tierra y con exceso en el defecto nos hace justa y simplemente originarios del fuego, o quizá su extraña pertenencia y derivación. Es, y siempre ha sido, el fuego epónimo el elemento indispensable para habitar nuestra isla. Pero al mismo tiempo, sin volcanes ni rayos, es justamente el fuego la única de las cuatro raíces físicas de Empédocles que no puede hallarse en pleno estado natural en este trozo de tierra que nos sostiene, y donde, por el contrario, el agua que nos circunscribe además puede encontrarse en cualquiera de sus estados de agregación; y donde el aire, por su parte, arrasa en flujos de ráfagas frías y violentas como el elemento rey del lugar.
Fatal, imprescindible y peligroso, sinónimo de energía potencialmente placentera o ruinosa, es curioso como el fuego se comporta como un símil perfecto del deseo. Y viceversa. Lo cierto es que ambos se realizan en una apariencia contraria a su naturaleza. Mientras el deseo parece individual e íntimo es siempre ajeno y colectivo. Mientras el fuego parece natural y físico es definitivamente cultural y especulativo.
El fuego es simultáneamente lo más vivo entre lo muerto y brotaba ancestralmente en Tierra del Fuego del choque en par, como una doble negación, de lo más inerte entre lo muerto: el sílex o la pirita. Ese fuego selknam paleolítico creaba un centro que irradiaba y, en consecuencia, congregaba doméstica y celebratoriamente en sus entornos. El fuego concentraba alrededor de un núcleo ígneo las funciones de calefacción, cocción e iluminación con la complejidad simbólica que eso implica.
Ese fuego de los orígenes era la conciencia de la intemperie y la soledad en el mundo. Y fue sin duda para el hombre su primer tema de ensoñación, representación del reposo a la salida del estado de naturaleza e invitación a la imaginación ociosa, fluctuante, irreal y seductora.
Los selknam, como todas las culturas primitivas, entregaron el cuidado del fuego a las mujeres, hecho convenientemente explicado en la interpretación freudiana, donde la conquista y, sobre todo, la conservación del fuego supone en un principio la superación en acto de la contradicción de las funciones orgánicas del miembro viril del hombre: conducto de la materia seminal, pero también de la orina. Fuego y agua. Las llamas metaforizan el ardor y la erección en el acto sexual, fisiológica y representativamente incompatible con la función urinal. En ese marco, el mantenimiento y conservación de las brasas requiere, obvia y necesariamente, la represión del placer de la micción y su poder de extinguir lo encendido. Por esta razón el dominio técnico del fuego parece siempre ponerse en custodia fuera de la órbita masculina de la tentación a apagarlo, en el mundo femenino.
Esta tensión fundante sería la misma capaz de explicar por qué en la actualidad, en los diseños posmodernos, los hidro radiadores dominan hegemónicamente el espectro de la calefacción, como objetos paradojales deconstructivos de la polaridad agua/fuego.
Lo cierto es que la original superación de la contradicción orgánica viril organizadora de los roles culturales, en relación con el fuego, representó también el categórico imperativo para el desarrollo histórico de las tecnologías del calor y sus innovaciones.
El origen unitario del fuego tuvo en un primer momento un despliegue trinitario objetivador de las funciones desagregadas. Una serie de objetos: estufa, cocina y lámpara vinieron con el tiempo a desvincular analíticamente las competencias primigenias, conservándose una determinada presencia simbólica en las flamas fragmentadas, que fueron llevadas al interior de simples mecanismos con posibilidad de especializar y regular los distintos cometidos.
En un segundo momento, la trinidad de funciones se empecinó en los confinamientos y exorcismos de la combustión y la llama. Allí están, como muestra, el caso de las cámaras de combustión, abiertas primero y luego cerradas en los artefactos de calefacción. Pero fue en definitiva la lejanía de la fuente de calor y su minimización eficiente la que en esta evolución se volvió equivalente a modernidad y prestigio tecnológico en los sistemas. Este exilio del fuego actuó de tal modo que las operaciones se volvieron abstractamente sinónimo de las energías que alimentan la iluminación, la calefacción y la cocción (gas, electricidad, etc.). La dimensión simbólica de estos nuevos ambientes fundados en esta fase, a partir de una desmembración funcional, resulta casi nula.
Finalmente, un tercer proceso se ejecuta al mismo tiempo que se produce la expulsión de las llamas de los interiores: las funciones asumen un movimiento centrífugo que arquitectónicamente las lleva del centro o los centros del hábitat a su periferia. La luminaria busca esconderse y embutirse en las paredes y techos, la calefacción trata de incluirse en los pisos y partes de los muros, la cocina se integra a la mesada.
De este modo, el dominio del fuego que de alguna manera supone el principio técnico y originario de la humanidad, en su desarrollo histórico, no tiene otro destino utópico de despliegue que su desaparición como causa y su conservación en los efectos. Así, las llamas expuestas en una casa hoy son un sinónimo de pobreza o una excentricidad arcaica con función estética.
En síntesis, ese hogar construido en torno de la centralidad del fuego se desplegó desmembrándose en funciones que, abandonando las llamas, se movilizaron hacia los límites envolventes de la vivienda, en lo que parece un viaje arquitectónico también desde una función fálica a una uterina. Desde el punto de vista calorífico, esta distinción sexual es claramente evolutiva. El principio de la posición masculina es centrado, una potencia activa y repentina como la de la chispa y la voluntad. Por el contrario, el principio de la posición femenina es un principio de superficie y de envolvimiento, un regazo, un refugio, una tibieza. El fuego masculino desborda las cosas desde dentro, en el corazón de su esencia. Por el contrario, el calor femenino se transmite a las cosas desde fuera, por proximidad. Este es el viaje de los materiales y sistemas, el que cubrió la distancia desde los leños a la vitrocerámica, desde la combustión a la inducción electromagnética y desde la incandescencia a los diodos emisores de luz.
La travesía de este proceso trata así de un elemental movimiento de represión y sublimación, dos aspectos que también el fuego doméstico comparte con el deseo. El semblante actual, civilizado y cultural del fuego es, entonces, una reducción tecnológica a la latencia y conlleva, por tanto, un equivalente malestar. Con esa incómoda potencia paterna sofocada coexistimos los fueguinos de hoy, donde la ficción de eficiencia sin causalidad, como un crimen sin culpa, no logra asfixiar del todo los temores a los fantasmas de monóxido, las pesadillas incendiarias y las fantasías de corte de suministros, como se teme también al desborde en rebeldía de las pretendidamente dominadas violencias del amor o de las venganzas.
(*) Secretario de Cultura y Extensión UTN-FRTDF
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